Apenas despuntando este domingo, murió Isaac Chocrón (n. Maracay, 1930) (1).
Ausente por años de su ciudad natal, la Asociación Civil Pie de Página le homenajeó en 2007, en ocasión de la reciente publicación de su novela El Vergel (2005) por el Grupo Editorial Random House Mondadori, y para la cual organizó un bautizo en la Biblioteca Pública Central de Maracay "Agustín Codazzi".
Tuve el honor de haber sido uno de los invitados a compartir el podio con el homenajeado, para quien escribí y leí el siguiente texto:
(Acto en homenaje a Isaac Chocrón en la BPC "Agustín Codazzi" de Maracay, el 24 de febrero de 2007. Foto extraída de IPC, 2006).
Empiezo por decir que mi presencia en este panel organizado por la Asociación Civil Pie de Página, a quienes quiero agradecer la deferencia, obedece menos a mis dotes de crítico literario que a mi afición al conocimiento y la defensa del patrimonio urbano maracayero: el hilo conductor de esta biografía novelada –o si se quiere novela biográfica- de Isaac Chocrón es El Vergel, la idílica quinta donde vivió el escritor hasta los siete años, y que forma parte del conjunto urbano conocido como Barrio Catalán, registrado en el Preinventario de bienes inmuebles del estado Aragua (IPC-FUNDACITE ARAGUA2001) y en el Primer Censo del Patrimonio Cultural Venezolano (IPC2006), en razón de lo cual es sujeto de una Providencia Administrativa (2) que debería impedir su desaparición e incluso su intervención inadecuada.
Quiero asimismo manifestar mi agrado ante la presencia de Isaac Chocrón –maracayero de nacimiento-, a pesar de su lista de “jamases”, en las que incluye …“la presentación de un libro, con bautizo de pétalos de rosas esparcidos sobre el volumen…” (3) ¡Bienvenido!
Entrados en materia, me preguntaba cómo abordar el asunto patrimonio urbano en el contexto de la obra literaria que es causa de esta reunión: hablar así como así de una casa que da nombre a una novela y que sólo tal vez interese a quien allí viviera por corto tiempo y a uno que otro enamorado de esta ciudad casquivana, no dejaba de traer a mi memoria el cuento del que da vuelta en el examen al tema de la vaca para poder exponer el del gusano, que es el que en realidad conoce.
Alejando de mí la tentación de la picardía, ese casi como deporte nacional nuestro, procedí a conseguir la obra y a leerla atenta y organizadamente. Ya había tenido un primer encuentro con ella mediante el Papel Literario de la edición de El Nacional del 24 de septiembre de 2005, donde fue presentado, como adelanto del libro próximo a ser publicado, el capítulo "Oriana y Clarisa (manual de autoayuda)", cuya lectura de momento no me cautivó, ignoro si a causa de mi total desconocimiento de Proust –punto a favor de cierta aseveración del protagonista de la obra-, o si debido a la descontextualización de la que dicho capítulo fuera objeto.
Lo que leí esta vez, obra completa en mano, fue, para mi gusto, más agradable: un texto sin complicación argumental ni embrollos estilísticos –hecho que lo libra de mi lista personal de “jamases”-, y donde se revela sin prisa pero sin pausa, con demasiados indicios concretos que dejan poca posibilidad a la ficción, la humanidad del autor-intérprete y el espíritu de sus amados espectros.
Y como vale todo -según nos hace saber en alguna ocasión el despedido y reenganchado narrador-, inicio en este punto la búsqueda del intersticio que me permita justificar la invitación a formar parte de este panel. Lo encuentro de inmediato, en el primer capítulo, titulado "Maracay, mi pentimento". Allí el autor mismo nos proporciona datos valiosos sobre la ubicación de su casa de niño, aun cuando no siempre precisos y actualizados. Como en los mapas de tesoros escondidos, o mejor aún, como en los textos esotéricos, las pistas parecen lanzadas con piquete a fin de despistar a los no iniciados: el seguimiento de la información suministrada hará al lector caminar una cuadra de más en procura de una inscripción que ya no existe. Existe en cambio y por fortuna el documento fotográfico, suministrado extraoficialmente por el propio escritor, que ha permitido constatar la permanencia de la casa, aunque despojada de su nombre y, tal vez, efectivamente subdividida en viviendas precarias.
Pero ahí continúa -repito-, formando parte de un conjunto, casi íntegro, de quintas construidas hacia 1928, y estrechamente vinculadas a los Telares Maracay dado que en algunas de ellas fueron alojados los ingenieros catalanes que vinieron a trabajar en dicha industria, cuya edificación fue considerada en su tiempo “una de las siete maravillas de la arquitectura en Venezuela” (4). El conjunto representó por su parte una innovación desde el punto de vista urbano por la separación de las fachadas de la calle mediante un jardín (5). Este hecho le otorga ya carácter patrimonial -en cuanto testimonio de la evolución urbana de Maracay-, y le ha hecho merecer su inclusión en el Registro General del Patrimonio Cultural. A ello se agregan –last but not least- las vivencias, los recuerdos y la apropiación afectiva de sus moradores -esencia última del concepto de Patrimonio-, elementos que, en el caso que nos ocupa, han logrado pasar de la oralidad a la palabra escrita a través de la creación literaria de un autor reconocido, lo que habría de motivar (el uso del modo potencial de este verbo es adrede) el fortalecimiento y continuidad de su valor cultural y su trascendencia.
El capítulo más conmovedor es a mi juicio "Cartas griegas", y también el más apropiado respecto del tema que me ha sido asignado. En un texto pleno de anécdotas y sensaciones, de remembranzas y sentimientos, el autor nos convida a compartir esa correspondencia íntima y familiar surgida de una visita al lugar de origen de la civilización occidental: Elías, el padre, y Maracay son una presencia constante en el viaje; todo allí trae a colación una costumbre, un edificio, una atmósfera, similares a los vistos y vividos en la patria grande y en la pequeña ciudad que, según el autor confiesa en relación con él y con su padre, …”quedó en la memoria, en la nostalgia, para el resto de todas nuestras vidas” (6). Aun cuando se adivina en el remitente de las cartas una actitud crítica hacia seres y pareceres que reconoce demasiado próximos, distancia de por medio se diluyen el rigor de los juicios y el impacto de las malas experiencias; se intenta una explicación y se tolera; se comparte incluso por momentos una forma de vivir la vida que convoca el recuerdo de la cultura propia: “Y bien, señores, - llegará a escribir, a modo de argumento universal - ¿quién despotrica contra Grecia?" (7). Esta capacidad de identificarse con los aspectos definitorios de una comunidad, y de aceptarse en ellos con su mutua carga de virtudes y defectos, tiene su base en una memoria colectiva que da forma y sustancia, que se recibe de lo precedente y que se enriquece y embebe poco a poco en el transcurso de la vida de cada uno de nosotros; incluso en la de quien, aunque quisiera, nunca será “el último de la fila”.
Como comenta el autor al inicio de la obra, Maracay era la verdadera capital del país, y único era entonces todo lo que mostraba: el primer zoológico, la Plaza Bolívar más grande, el mejor hotel, el hospital más moderno. Le tocó ser, casi que por capricho de su bienhechor, la ciudad moderna por antonomasia en Venezuela. En ella se ensayaron proyectos urbanísticos y arquitectónicos que rompían con la tradición heredada de las Leyes de Indias; en ella surgieron las primeras instalaciones industriales propiamente dichas; en ella inició el sector público el desarrollo sistemático de soluciones habitacionales de interés social.
Mas lo que fue sin duda un privilegio, una oportunidad de oro en su historia, llevaba también implícito el germen de su infortunio. Me animo a adelantar la idea de que Maracay estuvo siempre signada por lo inmediato: su coyuntural posición de centro político y económico; su sorpresiva capitalidad. A la escala que permitía su momento histórico, se desarrolló apresuradamente y sin esfuerzo alguno. Se atragantó de notoriedad sin dar tiempo a digerirla; exquisito bocado que, por indigesto, no nutrió al grueso de sus habitantes.
El resultado tenía que ser por fuerza una ciudad anémica, poco orgullosa de su singularidad y significación, y demasiado apática en relación a sus potencialidades. No hay más que salir afuera y echar un simple vistazo (8): las obras de Marisol Escobar y Juan Loyola, por mencionar las más a la mano, se deterioran ante nuestra ya grosera indiferencia (9). Tampoco, me temo, tendremos que esperar demasiado para recibir la noticia del desplome definitivo de la Casona de la antigua hacienda La Trinidad -Monumento Histórico Nacional desde 1991- ante el inexplicable desentendimiento de las instituciones responsables de su salvaguarda (10). ¿Qué destino no habría de aguardar entonces al Barrio Catalán y a la quinta El Vergel, que apenas cuentan con el precario amparo de una providencia?
Pero nada, a Dios gracias, es absoluto: hace poco menos de un año la presión pública evitó la probable destrucción de la Casa de Dolores Amelia, bien cultural de interés arquitectónico que hoy ha sido ganado al patrimonio de la ciudad. Alrededor de una década atrás otra movilización puso en jaque a la administración municipal de turno, que autorizó la tala de árboles en la emblemática avenida Las Delicias para facilitar el acceso a las instalaciones de una conocida cadena de comida rápida. Hechos como estos me dicen que por ahí ronda, oculto como un pentimento, el sentido de identidad y pertenencia que motoriza estas reacciones, todavía eventuales y poco sistemáticas, pero sin duda tan sublimes como una visita al santuario de Apolo en noche de luna llena.
Hay quien diga que, en comparación con Caracas (por fijar tan solo una referencia), las edificaciones maracayeras carecen de valor y deben por tanto dejar paso al progreso, con harta frecuencia devastador e indiscriminado. Sin embargo, habrá esperanza para nuestro patrimonio urbano mientras algún coterráneo escriba con nostalgia sobre su casa paterna, y exista al menos alguien capaz de gritar en cualquier rincón del mundo y con sincero entusiasmo: “¡Ah, schöne Kanoni!”(11).
NOTAS:
(1) Isaac Chocrón (25 de septiembre de 1930- 6 de noviembre de 2011). "Escritor, narrador y dramaturgo nacido en Maracay. Estudió economía y relaciones industriales en Estados Unidos. Ha colaborado en diferentes diarios y revistas como el Daily Journal, El Nacional, La República y Revista Nacional de Cultura. Obtuvo el primer premio del Teatro Ateneo de Caracas en 1963 con la obra Animales feroces. Entre las obras teatrales escritas por Chocrón destacan El quinto infierno, La revolución, Mónica, Tric Trac y El Florentino. Como ensayista ha producido El Nuevo Teatro Venezolano (1966) y Tendencias del teatro contemporáneo (1968). Entre sus novelas más conocidas se encuentra 50 vacas gordas, publicada en 1980. Además ha escrito crónicas que, junto con el resto de su producción literaria, le sitúan entre los más importantes escritores de Venezuela. En su novela más reciente, titulada El Vergel (2005), Chocrón retoma contacto con su ciudad natal a través de sus recuerdos y nostalgias. En 1979 fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro". (IPC, 2006, p. 233).
(2) Providencia Administrativa n° 012/05 (Gaceta Oficial n° 38.237 del 27-07-2005).
(3) Chocrón, Isaac. (2005). El Vergel. Caracas: Random House Mondadori, pp. 92-93.
(4) Artículo del Rafael Seijas Cook aparecido en la revista Élite N° 41, junio de 1926, citado en: HERNÁNDEZ DE LASALA, Silvia.(1990). Malaussena. Arquitectura académica en la Venezuela moderna. Caracas: Fundación Pampero, p. 346.
(5) INSTITUTO DEL PATRIMONIO CULTURAL y FUNDACITE ARAGUA.(2001). Preinventario de bienes inmuebles del estado Aragua. Tomo 1. Maracay: Autores.
(6) Chocrón, Isaac. op. cit., p. 11.
(7) Idem., p. 134.
(8) Se hace referencia a los espacios exteriores del Complejo Cultural Santos Michelena, del cual forma parte la sede de la B.P.C. "Agustín Codazzi", sitio donde tuvo lugar el homenaje a Isaac Chocrón y el bautizo de su novela El Vergel.
(9) Sobre el estado actual de estas obras, ver entrada a este blog del 12 de septiembre de 2011.
(10) Sobre la situación crítica de este Monumento Histórico de la Nación, ver entrada a este blog del 15 de marzo de 2011.
(11) "¡Ah, qué bonito cañón!". La expresión forma parte de una anécdota en la novela El Vergel, donde un orgulloso guía muestra entusiasmado un cañón (Kanone) de la Segunda Guerra Mundial, viejo y oxidado, que se exhibe en su localidad a los visitantes como gran atractivo. A mi modo de ver, esta expresión ilustra con claridad el concepto de identidad y sentido de pertenencia: la significación que una comunidad da a un objeto (un bien cultural) determinado, y lo aprecia y siente como propio, sin importar el escaso valor que pueda tener para personas ajenas a dicha comunidad.
FUENTES:
Instituto del Patrimonio Cultural-IPC. (2006). Municipios Girardot y Francisco Linares Alcántara, estado Aragua. Caracas: IPC. Catálogo del Patrimonio Cultural Venezolano. Región Centro-Oriente: AR 03-17.
Todo lo escrito me ha parecido muy hermoso un digno homenaje a Chocrón.
ResponderEliminarEn paralelo tu mirada preocupada a la ciudad, que poco a poco va perdiendo su patrimonio.
Saludos Pedro.
Pedro Hernández dice:
ResponderEliminarSaludos Zandra. La ciudad que habitamos está de algún modo reflejada en todo lo que hacemos. Con cada pérdida suya perdemos algo de nosotros mismos. Recuperarla mediante la literatura o el recuerdo tal vez ayude a reintegrarnos, pero nunca de modo suficiente.